miércoles, 17 de agosto de 2011

Mi vida sin mí

Cumplo doce noches sin dormir con un mínimo de calidad. Estoy cercano a la desesperación, como hace un tiempo no me ocurría. Anoche ni siquiera el somnífero me hizo efecto. Llevo unos días fuera, totalmente fuera. Fuera de la realidad, fuera de la vida.
¿Cómo sería "mi vida sin mí"? Pregunta que me da vueltas por la cabeza, cada vez con más insistencia. No creo que cambiara mucho. No creo que cambiara nada. Esto no es una película dónde la gente te echa de menos y siente el hecho de que no estés, y recuerda los buenos momentos que puedan haber pasado contigo. Esto es la vida, mi vida, vacía, con gente alrededor, pero no sé si con gente que me echaría de menos si no estuviera.
A veces pienso que habría que probar a que la vida estuviera sin mí, pero rápidamente, en esos momentos, me asalta la mente la frase del gran Andrés Montes: "porque la vida puede ser maravillosa". Y aún confío en que alguna vez lo sea de verdad. Aunque lo dude. Aunque conforme me voy haciendo mayor sepa que solo es una frase de un genio. Porque las vidas maravillosas siempre son las de los otros. Mi vida solo aporta soledad y un corazón vacío. Pero alguna vez me acostumbraré a mi soledad y a mi corazón vacío. No quedará otro remedio. Aunque ahora no crea que eso pueda ser posible.

martes, 9 de agosto de 2011

Tacna

Habían quedado en verse para tomar un café. Habían dudado mucho, pero al final aceptaron los dos. Es verdad que eran amigos, pero desde que ocurrió lo que ocurrió entre ellos no se habían vuelto a ver a solas. Salían mucho de fiesta, quedaban para cafetear, e incluso para ir de compras; pero siempre había alguien más aparte de ellos dos. Alguien al que utilizaban como dique de contención, porque, aunque ninguno de los dos lo reconocería nunca, tenían miedo de lo que pudiera pasar dentro de ellos si se quedaban a solas. Todo había resultado tan traumático y doloroso la primera vez que no tenían la más mínima intención de que volviera a nacer ninguna llama.
Pese a eso, aquella tarde quedaron solos por primera vez. El viernes anterior todavía coleaba en la memoria de los dos, pero no había nada que explicar. Nunca había nada que explicar entre ellos dos. Las cosas pasaban y se ocultaban lo más rápido que podían. Porque cuando se juntaban algo pasaba, algo había en el ambiente que no era sano, que no era bueno, y que no podía llevar a nada.

Cuando se saludaron se dieron dos besos como mandan los cánones de la educación, pero lo hicieron con miedo, con mucho miedo, como si no controlaran las fuerzas que podían liberarse con ese beso. Ella pidió su capuccino habitual y él su zumo de naranja, ya que todavía tenía las secuelas del insomnio que había comenzado con toda la historia del pasado.

Se sentaron en la misma mesa que aquella primera vez que quedaron a solas, e igual que aquella primera vez, los dos se quedaron en silencio, mirándose a los ojos, pero sin saber qué decir. Acabaron hablando del trabajo, tema socorrido que les ayudaba a tener que evitar entrar en cosas más profundas y rascar sentimientos sin querer.

Ella estaba nerviosa. Se le notaba en la mirada que había algo que le quemaba por dentro y que tenía que soltar. Él se percató, pero no se atrevió a decírselo, a hacérselo ver, y dejó que la conversación intrascendente fluyera.

Todo termina por salir, así que cuando ella se acabó su café se levantó y le dijo: “Mañana cojo un vuelo a Perú. Me voy de cooperante a un pequeño pueblo. En principio iba dos semanas, pero me voy a quedar más tiempo. Quizás seis meses. Quizás un año. Quizás una vida”. Las lágrimas estaban a punto de aflorar a sus mejillas, pero se controló hasta acabar todo lo que tenía que decir. “No me llames, no me busques, será mejor para los dos. Olvida que existo y busca a alguien que te dé felicidad y no sufrimientos. Hasta siempre”. Se dio la vuelta y dejó que las lágrimas corrieran por sus mejillas.

Él no fue capaz de reaccionar, no fue capaz ni de decir adiós. Hasta mucho tiempo después no fue ni siquiera consciente del significado de esas palabras.

sábado, 6 de agosto de 2011

Déjame

Soy un imbécil. No es algo que sea oculto habitualmente, pero en noches como las de hoy se demuestra más claramente. Soy un imbécil porque no debería pensar en nada mejor que ella y él acabaran juntos. ¿Qué más se podría pedir que dos de mis mejores amigos conformaran una pareja feliz? Pero me duele el alma cuando los veo tontear y me siento como un imbécil porque me duela el alma de esa manera. He llegado a casa machacado, destrozado y dolido. Y encima, sereno.
Ella no es la mujer de mi vida, aunque estuviera convencido de ello, y no sé por qué me empeño en no querer que sea feliz con otra persona. Tuvimos nuestra oportunidad, y la dejamos escapar.
Nunca pensé en que me costaría tanto olvidar a alguien que no llegó a ser prácticamente nada, querer a alguien distinto. Nunca pensé que yo podría llegar a tener celos de un amigo y de ella. Me duele parecer el perro del hortelano, que ni come ni quiere dejar comer.
Me duele tanto ella que pienso que no debería volverla a ver. Pero no tengo la fuerza de voluntad necesaria para tomar esa decisión. Porque cada vez que me sonríe me desarma, y no es la mujer más guapa del mundo, y el 99% de los hombres no se fijarían en ella, pero es posiblemente la mejor persona con la que me he cruzado en la faz de la Tierra y posiblemente la única mujer que ha visto en mi algo más que un amigo o un hombro dónde llorar. Y no me molesta ser eso para muchas de ellas, pero a veces  uno siente la necesidad de ser algo más que un tipo de casi dos metros feo y torpe, que no es capaz de encarar a una mujer y decirle que no quiere ser su amigo, sino que quiere ser algo más.
Y me duele el alma. Me duele el alma de pensar en la posibilidad, que algún día se dará, de que ella esté con otro. Y sí, preferiría que no fuera mi amigo. Aunque en el fondo es lo máximo que uno pueda pedir para aquella que controla su corazón.
Y hoy debería de haberla acompañado a casa, pero no sirvo ni para eso.