martes, 9 de agosto de 2011

Tacna

Habían quedado en verse para tomar un café. Habían dudado mucho, pero al final aceptaron los dos. Es verdad que eran amigos, pero desde que ocurrió lo que ocurrió entre ellos no se habían vuelto a ver a solas. Salían mucho de fiesta, quedaban para cafetear, e incluso para ir de compras; pero siempre había alguien más aparte de ellos dos. Alguien al que utilizaban como dique de contención, porque, aunque ninguno de los dos lo reconocería nunca, tenían miedo de lo que pudiera pasar dentro de ellos si se quedaban a solas. Todo había resultado tan traumático y doloroso la primera vez que no tenían la más mínima intención de que volviera a nacer ninguna llama.
Pese a eso, aquella tarde quedaron solos por primera vez. El viernes anterior todavía coleaba en la memoria de los dos, pero no había nada que explicar. Nunca había nada que explicar entre ellos dos. Las cosas pasaban y se ocultaban lo más rápido que podían. Porque cuando se juntaban algo pasaba, algo había en el ambiente que no era sano, que no era bueno, y que no podía llevar a nada.

Cuando se saludaron se dieron dos besos como mandan los cánones de la educación, pero lo hicieron con miedo, con mucho miedo, como si no controlaran las fuerzas que podían liberarse con ese beso. Ella pidió su capuccino habitual y él su zumo de naranja, ya que todavía tenía las secuelas del insomnio que había comenzado con toda la historia del pasado.

Se sentaron en la misma mesa que aquella primera vez que quedaron a solas, e igual que aquella primera vez, los dos se quedaron en silencio, mirándose a los ojos, pero sin saber qué decir. Acabaron hablando del trabajo, tema socorrido que les ayudaba a tener que evitar entrar en cosas más profundas y rascar sentimientos sin querer.

Ella estaba nerviosa. Se le notaba en la mirada que había algo que le quemaba por dentro y que tenía que soltar. Él se percató, pero no se atrevió a decírselo, a hacérselo ver, y dejó que la conversación intrascendente fluyera.

Todo termina por salir, así que cuando ella se acabó su café se levantó y le dijo: “Mañana cojo un vuelo a Perú. Me voy de cooperante a un pequeño pueblo. En principio iba dos semanas, pero me voy a quedar más tiempo. Quizás seis meses. Quizás un año. Quizás una vida”. Las lágrimas estaban a punto de aflorar a sus mejillas, pero se controló hasta acabar todo lo que tenía que decir. “No me llames, no me busques, será mejor para los dos. Olvida que existo y busca a alguien que te dé felicidad y no sufrimientos. Hasta siempre”. Se dio la vuelta y dejó que las lágrimas corrieran por sus mejillas.

Él no fue capaz de reaccionar, no fue capaz ni de decir adiós. Hasta mucho tiempo después no fue ni siquiera consciente del significado de esas palabras.