lunes, 7 de febrero de 2011

Ojalá



Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan
para que no las puedas convertir en cristal.
Ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo.
Ojalá que la luna pueda salir sin tí.
Ojalá que la tierra no te bese los pasos.

Ojalá se te acabé la mirada constante,
la palabra precisa, la sonrisa perfecta.
Ojalá pase algo que te borre de pronto:
una luz cegadora, un disparo de nieve.
Ojalá por lo menos que me lleve la muerte,
para no verte tanto, para no verte siempre
en todos los segundos, en todas las visiones:
ojalá que no pueda tocarte ni en canciones

Ojalá que la aurora no dé gritos que caigan en mi espalda.
Ojalá que tu nombre se le olvide a esa voz.
Ojalá las paredes no retengan tu ruido de camino cansado.
Ojalá que el deseo se vaya tras de tí,
a tu viejo gobierno de difuntos y flores.

Un paseo por las nubes

Había elegido un buen día para sentarse en este banco. Los rayos de sol acariciaban su rostro y hacían que no echara en falta el abrigo que había dejado en casa. Jóvenes con sus mejores galas de sábado se reunían en los bancos preparando la tarde de diversión que se les avecinaba. También se apreciaba en sus ropas que el frío comenzaba a remitir, en las minifaldas de ellas y en las camisetas ceñidas de ellos. “¡Quién fuera joven para poder ponerse esa ropa!”, pensó.

Junto a estos jóvenes paseaban las parejas de treintañeros con sus hijos recién traídos al mundo, que todavía no tenían consciencia para preocuparse por el legado que les estábamos dejando. En muchas de estas parejas aún se podía reconocer en sus ojos el brillo de la pasión que todavía no les había abandonado. En otras, afortunadamente las menos, ya se podía reconocer el hastío de quién es consciente que no quiere estar con su pareja, pero que tiene demasiado miedo a la soledad como para atreverse a encarar ese sentimiento.

El cuadro lo completaban aquellas parejas que ya no cumplirían los sesenta, aquellos que se mantenían unidos gracias al cariño que se profesaban. Aquellos que ya habían conseguido dejar su huella en el mundo y que tan solo deseaban concluir su vida de la manera más placentera posible, disfrutando de cada uno de los momentos como si fueran a ser los últimos.

Estaba en esos pensamientos, en ese análisis de la realidad cuando se levantó del banco, se acercó a ella y mientras le daba un beso en la mejilla no pudo aguantar más: “Desde la primera vez que hablé contigo sé que eres la mujer de mi vida. Y yo soy el hombre de tu vida. Solo hubiera sido necesario que tú pensaras lo mismo”. Sin darle tiempo a reaccionar, se dio la vuelta y con una sonrisa continuó disfrutando de una soleada tarde de finales de invierno.