lunes, 23 de julio de 2012

Un abrazo

Un abrazo. Un arrebato. No pudo evitarlo. Cuando ella apareció en su casa con aquellos cuadros. Siempre habían bromeado con que le tenía que regalar algo para su nueva casa, pero nunca pensó.
Nunca pensó que ella perdiera parte de su tiempo en hacerle esos cuadros. Mientras las lágrimas empezaban a resbalar por sus mejillas la abrazó. Ella correspondió el abrazo. Quedaron así, unidos durante unos segundos, él no podía evitar que las lágrimas terminaran de escaparse.
Se separaron. Ella le miró y se fue. Tenía prisa, solo había pasado para dejarle los cuadros. Él quedó sentado en el vestíbulo de su casa observando aquellos cuadros que ayudaban a llenar una casa sin alma. Siguió llorando, ahora sin tener que ocultarse, solo, como estaba condenado a quedarse. Pensó en ella, que ahora se iría con él. ¿Por qué? ¿Por qué se comportó como un imbécil cuando la tuvo entre sus brazos? ¿Por qué nunca intentaron saber qué había pasado?
Ahora no había salida y sentía que su amistad le dolía más que si le apalearan. Tenía que pedirle que se olvidara de él. Que no le llamara. Que no le buscara. Que se olvidara de su existencia. Pero no tenía valor, porque en el fondo no creía que fuera capaz de no volver a verla. Por todo eso lloraba. Pero sobre todo lloraba porque esos cuadros eran el más maravilloso gesto de amistad que había recibido nunca. Y se sintió muy triste. Sintió que su vida no merecía la pena.